miércoles, 4 de enero de 2017

Matarás al líder sobre todas las cosas

Matarás al líder sobre todas las cosas


La ausencia de un cabecilla ideológico capaz de despertar en Cuba la voluntad de cambio se la debemos a ese que murió
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castropaya
LA HABANA, Cuba.- A poco más de un mes de la muerte de Fidel Castro, algunas preguntas que nos hicimos durante años quedaron respondidas. No siempre han sido las respuestas que esperábamos, pero las hubo.
También han surgido nuevas interrogantes. Algunas más difíciles de responder que aquella donde se reclamaban vaticinios sobre las reacciones, tanto de los fidelistas como de los opositores (declarados y solapados) frente a la desaparición del caudillo.
Aunque se dijo en varias ocasiones que posiblemente hubiera levantamientos populares y actos de violencia en las calles de Cuba, no los hubo.

Sin embargo, las auguradas protestas no eran solo un mito creado por los cubanos de Miami. Los operativos de la Seguridad del Estado, las alertas en las unidades militares, los despliegues policiales, el toque de queda encubierto tras el novenario de luto indican que también el gobierno cubano había previsto estallidos.
Incluso se coartaron las reacciones de júbilo suspendiendo todo tipo de actividad recreativa. Se suprimió la venta de alcohol y hasta, milagrosamente, desapareció, sólo por unos días, el tráfico de drogas en las calles.
Aunque el duelo era una orden y no una opción sentimental, tampoco hubo desgarramientos de vestiduras ni suicidios en masa ante la desaparición del que fuera el alfa y omega de la revolución.
Lo más que se pudo lograr, usando los mismos métodos de movilización que han servido tanto para boicotear el Proyecto Varela como para reprimir a las Damas de Blanco, fue reunir por unas horas a esa multitud con espíritu de ganado bien domesticado que acataba una orden más del arriero, lo cual también dejó frustrado a esos de la ortodoxia comunista que soñaron con largas jornadas de vigilia en las calles y con masas enfebrecidas reclamando paredón para los disidentes.
Por suerte esos excesos de “lealtad revolucionaria” no ocurrieron. No obstante, no debemos sentir seguridad en esa apatía porque hubiese sucedido todo eso o algo peor de haber existido un líder que supiera mover el espíritu de la multitud.
La ausencia de un cabecilla ideológico capaz de tomar el control, para bien o para mal, de un país que padece la falta de voluntad de cambio, se la debemos totalmente a ese que murió, aunque parezca contradictorio, más solo que el uno y más ignorado que el cero.
Durante los años que mantuvo las riendas del poder, Fidel Castro se dedicó a cultivar su caudillismo con fórmulas cuyo ingrediente principal sería el desprestigio de aquellas figuras, aliadas o enemigas, que pudieran haberle hecho sombra y que hubiesen terminado por asumir el control parcial o total del populacho.
Su táctica de exterminio de la “competencia” política e ideológica básicamente fue esa de mantener cerca a los más peligrosos e inquietos para así hacerlos sentir seguros y conducirlos, sin mucho esfuerzo y en el momento adecuado, a las trampas ya desplegadas.
Repasemos no aquellos rumores sobre las “oportunas” muertes de Frank País, José Antonio Echeverría, Ernesto Guevara, Camilo Cienfuegos, Oswaldo Payá o Laura Pollán sino solo los más recientes episodios de verdadero descalabro protagonizados por el general Arnaldo Ochoa después de ganar el corazón de los soldados en Angola y la simpatía popular tras el juicio sumarísimo; por el vicepresidente Carlos Lage en el preciso momento que se avizoraba un cambio político y, a pesar de su extremismo marxista, su figura se alzaba con mayor credibilidad y respaldo, por parte de las facciones reformistas del Partido Comunista, que la de Raúl Castro; por Roberto Robaina, un joven que supo manipular las masas con innegable inteligencia, que de haber maniobrado con más cuidado hubiera ahorrado al país décadas de penurias pero que subestimó la astucia de Fidel y los celos venenosos de la vieja guardia, gustosa con seguir siendo siempre segundona pero, gracias a esa estratégica humildad, todavía en el poder.
La creación de las escuelas del Partido Comunista para la formación de los llamados “cuadros de dirección”, lejos de proponerse la preparación de líderes con capacidad para generar iniciativas y ganar la simpatía popular solo ha tenido como propósito la reproducción en serie de policías ideológicos articulados a un mecanismo de control basado en el miedo, los chantajes y en la supresión de cualquier señal de liderazgo nato.
Murió Fidel Castro y no solo dejó un país con una economía destrozada sino, además, con un entramado social y político de aspecto demencial, imposible de analizar y pronosticar ni siquiera por el mejor equipo de expertos en el mundo. Sin embargo, de tanto cultivar el egoísmo extremo como única garantía para preservarse a la cabeza del gobierno hasta su muerte, no ocurrió esa apoteosis final con la que tal vez soñara en sus días de gloria cuando le decía en entrevista a Tomás Borges que sus héroes favoritos eran Alejandro Magno, Julio César o Napoleón Bonaparte.
Murió habiendo aniquilado a sus rivales pero, a la vez, rodeado de una turba de bribones malagradecidos a los que él, El Caballo, no quiso ofrecer el macabro espectáculo de su cuerpo enjuto momificado en un mausoleo.
No quiso siquiera dar su nombre a lugares públicos porque, a fin de cuentas, se fue convencido de que por nuestras calles ya no caminaban fieles sino decepcionados e indiferentes a los que él siempre llamó “traidores” y, en nuestras escuelas y universidades, no crece ni crecerá jamás ese “hombre nuevo” con que deliraba en su intolerancia. Él mismo se encargó del holocausto.

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