sábado, 20 de diciembre de 2014

Desde Cuba: La tribu que entierra su dialecto

Desde Cuba: La tribu que entierra su dialecto

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Una mujer escucha el discurso de Raúl Castro el pasado miércoles en La Habana.
Por Carlos Manuel Álvarez*
No estoy más feliz que acobardado, y tal como suele suceder cada vez que euforia y miedo se amalgaman, el resultado final es la estupefacción. Este 17 de diciembre, como casi siempre, yo me había despertado sobre el mediodía. Y mientras me aseaba, Barack Obama y Raúl Castro le anunciaban al mundo que, después de 53 años de ruptura antagónica, Estados Unidos y Cuba reestablecerían relaciones diplomáticas. Resulta obvio que para los estadounidenses no es una noticia de la misma magnitud que para los cubanos. De ahí que probablemente ningún gringo esté ahora, tras el anuncio, desconcertado, preguntándose qué cosa es lo que está sucediendo o qué cosa es lo que va a suceder.

En cambio nosotros –campeones de la altisonancia, que hemos pretendido hacer de la épica una rutina, que no hemos vacilado en catalogar de suceso histórico cualquier escaramuza ideológica o cualquier intempestivo capricho del gobierno– estamos comiéndonos a preguntas en tiempo real, haciendo conjeturas, o buscando algo de claridad en la opinión del prójimo de un modo que nunca antes se nos había visto. Cuba acarició una vez el sueño magnífico de la Revolución, y de cuánto han querido alargarlo se desprende todo nuestro drama. Mis padres, y lo que vino después de mis padres, por duro que suene, han vivido en ese alargamiento. Hoy lo hemos confirmado. Es como si después de tanto coquetear aprendiéramos repentinamente que, cuando la historia aparece, aparece en serio. Y por más que digan que a los acontecimientos hay que soltarles cordel y pensarlos con frialdad, en estas apretadas 24 horas yo he creído ver una maqueta de lo que se avecina,una estantería repleta de símbolos.
Obligados a renovar el lenguaje
La primera gran prueba del cisma que acaba de ocurrir entre los cubanos habría que buscarla en nuestra psique. No estamos ante un hecho que redireccionará solo nuestra realidad económica o cultural o social, que ya es bastante, sino ante un hecho que nos obligará a renovar nuestro lenguaje, las palabras que solemos usar, los conceptos en que nos fuimos acomodando como pueblo. Cambiado de porrazo el discurso oficial, ya cambia también, de un modo que nos asusta, la relación y el diálogo de cada uno de nosotros con ese poder, sea lo que sea que nos inspire: confianza, amor, odio, decepción, entusiasmo, hastío. En la Mesa Redonda (el programa por antonomasia del oficialismo cubano), los mismos voceros que hace una semana hablaban de “imperio”, para referirse a Estados Unidos, hoy, con una ecuanimidad que raya en el descaro,hablan de “vecino”. Y después de todo tienen razón. Porque Estados Unidos ha empezado desde ya a ser nuestro vecino. Algo que, de haber admitido hace tan relativamente poco tiempo como anoche, podía acarrearnos el incómodo cartel de antipatriotas. Esa frase tan recurrente en los manuales históricos, que dice: “tal país se acostó capitalista y despertó comunista”, o “tal comarca se acostó feudal y despertó burguesa”, en este caso cobra una pasmosa literalidad. Después de una larga, inmensa posposición de cinco décadas, Cuba ha despertado de nuevo con su gran interrogante ontológica rondándole la cabeza. ¿Cómo vamos a lidiar con Estados Unidos? ¿Y qué va a pasar en esa lidia? ¿Vamos a ser un mejor o un peor país?
Yo creo que esta pregunta trae consigo la idea predominante de la última temporada histórica. Y es la que nos dice –o nos dijo– que la nación –su quehacer– podía llevarse a cabo sin Estados Unidos. Después de todo, la larga amistad con la Unión Soviética no buscaba más que demostrar esa hipótesis. En alguna medida, la urgencia de que una Latinoamérica unida y poderosa acabe de fraguar, una Latinoamérica a la que martianamente podamos volcarnos, esconde también ese deseo. Y los cubanos, a pesar de que en los últimos veinticinco años hemos exigido hasta el hartazgo el cese del embargo económico, nos adaptamos a prescindir de Washington, a afrontar al vecino como si el vecino fuera, estrictamente, el maligno, y no pensamos seriamente que un día el deshiele se fuera a producir. Exigimos el cese del embargo, pero como una consigna, como un eslogan aprendido, y nadie nos preparó para lo que podía ocurrir si tal exigencia se cumplía o estaba envías concretas de cumplirse. Washington como un agujero negro: algo poderoso,algo que nos succiona, y algo que no vemos, algo que no queremos ver y que,para no ver, estereotipamos.
¿Resultado? Tendremos que seguir gestionando nuestra independencia, pero ahora con los estadounidenses en el tablero (lo cual, además de ineludible, vuelve la empresa más compleja e interesante y conlleva a la única cuestión que verdaderamente nos puede medir como pueblo y es si, a pesar de todo, estamos preparados para ello). Lo paradójico, sin embargo, para que tal independencia no sea tragada,es que la soberanía tendría que dejar de ser el fin. La Revolución nos ha dicho–hasta un punto donde resulta inverosímil, porque tanto despropósito e impericia no puede ser justificado– que nuestra sostenida falta de prosperidad y bienestar es el precio a pagar por una independencia política que por nada del mundo deberíamos perder. La independencia per se. Y este emblema sagrado ha sido llevado a tal extremo, que decir hoy que la independencia per seno conduce a ningún lugar es rápidamente entendido como una actitud cuasi anexionista.Tales polarizaciones, ese tipo de simplicidades, son las que, al parecer,comienzan a desmontarse.
Me viene otra imagen. Vivíamos en default, y hoy se activaron los controles, y los tenemos en nuestras manos.
Cuba tiene ganas de ser muy feliz
Salgo a la calle. No hay desatadas expresiones de júbilo. Cuba está feliz, no cabe duda. Cuba,también es cierto, tiene ganas de ser muy feliz, no aguanta un sacrificio más. ¿Y cómo testimoniarlo, si no hay desatadas expresiones de júbilo? ¿En qué me baso? Estoy yo, y está mi madre y mis íntimos, y están las anécdotas que llegan de la calle. La gente que le agradece a San Lázaro, porque hoy es su día, y por el milagro. La gente que dice que se encontró con no sé quién, un sujeto cualquiera, y no sé quién estaba llorando. Todo pasa con cierto recato. Es como si la euforia de Cuba ocurriera de puertas para adentro o como si la euforia misma nos anestesiara. No estoy seguro de que un extranjero que acabe de desembarcar pueda percatarse de lo que nos sucede. Balbuceamos. Repetimos naderías. Nuestro éxtasis es raro y algo alocado, como un opio general que la isla hubiera ingerido, como una droga colectiva fumada por todos. En cierto sentido, es justo. Llevamos tantos años desfilando por cualquier minucia, celebrando con pancartas y lemas cuantos aniversarios sean posibles, que hoy merecemos festejar a la inversa, porque en Cuba se han trocado los papeles y el silencio y la contención son nuestro grito.
Hoy, además,fueron canjeados tres agentes cubanos por un subcontratista estadounidense y por otro agente de Washington de origen cubano. Y los tres agentes –elevados a categoría de héroes juntos con los otros dos que ya estaban en el país– ocupan los titulares. El reencuentro de cada uno de ellos con sus familias. El encuentro de los tres con Raúl Castro. La llegada a sus respectivos barrios.Los vecinos que los abrazan y los aúpan. La presencia de “Los Cinco” en nuestras vidas, durante los últimos 16 años, ha sido absoluta. Los mencionan en la radio. Aparecen cada media hora en la televisión, bajo los más variopintos anuncios. Danny Glover comenta el caso. Silvio Rodríguez los recuerda en sus conciertos. Manos naif mal pintan sus rostros casi desnutridos,como si fueran criaturas de Fidelio Ponce, en las paredes de la ciudad, en los murales de las escuelas, en los portales de los centros de trabajo. Políticos de primer orden adornan sus discursos con el tema. Los deportistas que obtienen medallas les ofrecen su oro, su plata o su bronce. Todo, absolutamente todo, está dedicado a “Los Cinco”.
No es que sean héroes para mí, pero yo también quería que regresaran. Eran víctimas de una guerra fría y no merecían sus excesivas condenas (lo que no quiere decir que no queden por ahí muchas otras víctimas anónimas; exiliados que no pueden regresar y que fueron expulsados de su país, por ejemplo). Lo que me interesa ahora es lo siguiente: aun cuando nosotros hayamos celebrado cosas por muchísimo más tiempo, parece inverosímil que nos pasemos otros dieciséis años celebrando la llegada de los agentes, de ahí que una de las consecuencias directas del regreso es que una viga importante del discurso mediático del país se vendría abajo. Están hoy, desplegadas, todas las banderas que imaginábamos. Reporteros y fotógrafos que se arrancan las vestiduras y que sienten correr por sus venas el manantial cristalino de la Patria e incluso, si los dejan, hasta el espíritu galopante de algún mambí bravío. Periodistas preocupados, más que todo, por dejar clara su militancia, compitiendo entre sí por ver quién se pone más contento. Miro el noticiero y lo que pienso es que justo la voz chillona y grandilocuente de la periodista es lo que no me permite emocionarme con las imágenes del reencuentro entre los agentes y sus madres, esposas e hijos.
Hoy, sin embargo, no me molesta. Quizás porque sé que el momento supera cualquiera de nuestras miserias personales o porque necesito creer que a ese discurso le resta poco tiempo. Al menos se le acabaron las excusas. Después del regreso de sus héroes, a Cuba no le queda otra que mirarse en su propio espejo, de una bendita vez. ¿Qué tono usar, si el acento de gesta languidece? El acento, por otra parte, en que nos hemos educado, el tono que nos vio nacer. Un tono inservible y que, por más que queramos deshacernos de él, nos despierta el afecto de un amigo viejo, nos trae nostalgia. ¿Qué nos vamos a decir ahora? Respuesta: silencio. Nuevamente silencio. Estamos descubriendo casi con pavor, como una criatura que recién abre los ojos, que la buena nueva nos usurpa la voz, porque todo nuestro vocabulario estaba supeditado a la confrontación, al imaginario bélico. Estamos celebrando los cubanos algo que podría venir, una posibilidad, pero también padecemos, hoy, la tristeza de la tribu que entierra su dialecto.
Un proceso traumático
El discurso de Obama es emotivo. El de Raúl Castro no lo es. ¿Cómo decirlo sin que te miren con malos ojos? No hay manera. Que te miren con malos ojos es un rezago del dialecto que acabamos de enterrar. No hemos enterrado nada, entonces. Vamos, en cambio, a asistir en los próximos años a un proceso traumático, en la medida en que son traumáticos todos los procesos mediante los cuales un país se empieza a mover hacia su futuro. Mientras tanto, Obama cita a Martí, habla incluso en español, dice una frase tan estrictamente pensada como “Todos somos americanos”, y Raúl Castro, fiel a su parquedad, viste el uniforme de General, habla detrás de un buró, en una oficina con aires de búnker, sin ningún tipo de espacio ni de claridad a su alrededor. A los pocos cubanos que han podido presenciarlo, aún a los que simpatizan abiertamente con Raúl Castro, el discurso de Obama les dice más. Culpar al presidente cubano por su proyección sería justo si no hubiera además otras múltiples fallas de nuestro sistema a nivel de imagen y discurso. Estamos llegando tarde a nuestro propio acontecimiento. Y eso no fuera tan grave si no indicara que también estamos llegando y hemos estado, por años, llegando tarde a nuestra realidad. Alan Gross aparece ante las cámaras del mundo en cuanto arriba a Estados Unidos. Los agentes cubanos no aparecen hasta ocho horas después. El destino de Cuba decidiéndose, y Cuba paseándose por la alameda.
A partir de ahí, todo no ha sido más que golpes inconexos, y que yo espero tengan finalmente alguna relación. La confirmación de que para mi madre la Patria no es lo mismo que para mí. El intento doloroso de mi madre porque Cuba nos signifique lo mismo. Su resignación ante la evidencia. La certeza de que algunas de las cosas que para mi madre son cuestiones sagradas para mí son bulos, y de que, por más bulos que sean, no tengo ningún derecho a derrumbarle las bases o los sueños sobre los que se construyó su educación sentimental, las ideas en las que vertió esfuerzo, los proyectos en los que se le fue la vida. El recuerdo de mi padre. Que viene de padres analfabetos y estudió medicina sin abonar un centavo y eso le provocó una deuda de gratitud que siempre estuvo dispuesto a pagar, y que no pudo pagar porque casi lo echaron del país y se tuvo que ir a Miami, y hoy no está en Cuba sino, con su título de médico, pintando paredes y restaurando fachadas en Estados Unidos, y pienso en qué estará pensando él ahora de todo esto, de su país, y si se enteró de la noticia subido encima de un andamio o en el horario de descanso mientras se tomaba una Coca Cola, digo yo.
Pienso en lo feliz y plena que fue mi infancia dentro de una familia comunista. Pienso en lo que se va a quedar en el camino. Pienso en el tiempo que derrochamos. Pienso en esa bruma que no se ve y que se avecina. Del modo en que casi nunca logra uno figurarse las cosas abstractas, pienso en Cuba. Pero no sé, obviamente, qué es Cuba. Quería usar, en algún sitio, la palabra cubano, pero dicha con fraternidad, como comunión. No me sale. Yo también soy el resultado de algo. Pienso en el gringo al que nada de esto le interesa.
*Periodista y escritor cubano, residente en La Habana. Su libro de relatos La tarde de los sucesos definitivos ganó el Premio Calendario de Narrativa 2013. Este artículo apareció en el sitio digital El Malpensante.

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