El fetecún de los fantasmas
En cuarticos de hospital. Con seguros de vida más o menos solventes. En manos de la salud pública de este o aquel país, Cuba incluida. Con visitas de familiares menos o más renuentes a la política. Contestando las entrevistas pre-póstumas de algún que otro biógrafo salido como de la nada. Con sueritos de sacarosa fisiológica y calmantes vía venosa o rectal. Absolutamente anónimos, así en la Isla como en el exilio, o en ambos.
Así mueren hoy los hitos clásicos del castrismo y el anticastrismo, las vedettes de la barbarie. Así caen los iconos histriónicos de la revolución y la contrarrevolución. Así sus cuerpos se convierten en cadáveres que se convertirán en carroña. Fallecimientos de fantasmas, sin luto pero con meriendita. Y con titulares patisecos en nuestra prensa siempre local, sea dentro o fuera de Cuba. Mientras una firma de abogados les desguaza sus herencias y carencias entre una parentela reconocible apenas por el mismo apellido.
Hace rato que los cubanos no somos un pueblo. Montoncitos de gente coagulados alrededor de un apellido 50% foráneo, que arrastramos hasta nuestro próximo matrimonio. Así y todo debiéramos mostrar misericordia a nuestros compatriotas en trance terminal. Esta gerontocracia primero guerrera y después chanchullera se merece un tin de solemnidad, además de nuestra inmediata amnesia. Estos viejitos exverdugos están sufriendo ahora la peor parte de sus protagonismos de patria: la tara tétrica de sobrevivir demasiado.
Llegaron al futuro como peor pudieron los muy cabroncitos y, en consecuencia, ahora comienzan a confundirse sus edades y las fechas más famosas de sus fechorías. Cuesta distinguir dónde murieron, si es que murieron. O si aún siguen enchufados a un respirador Made in China importado a Punto Cero o a la Torre de la Libertad.
Sus nietos ya tienen o deberían tener nietos, aunque ninguno sepa ni jota de Cuba, residan donde residan. En tanto nación desmemoriada les debemos en este instante si no un minuto de silencio, al menos sí un silencio minucioso. Estamos de pronto ante los tatarahéroes y los tataravillanos de un presente prehistórico con mil y un Fideles, pero sin Fidel. Léase, sin los aliados y enemigos emblemáticos que gravitaban en la órbita de Fidel. Léase, ante un caos cubano a cuentagotas. Sin epicentro, sin épica.
En efecto, los cubanos nos adentramos con felicidad en una especie de fidelismo fantasma. En breve, no podremos nombrar ni a una sola fuerza viva de la historia contemporánea nacional. Se nos fueron, se nos van. A pepe timbales, sin pagarla. Sin pedir perdón, esa pendejada: arrepentirse, ¿para qué?
Los cubanos somos testigos de otra especie de operación masacre, pero al natural. Como a un personaje de la vida misma de Rodolfo Walsh, nos han dejado solos los muy hijos de puta. Nuestros patriarcas se partieron o están estirando la pata. La intemporalidad de Henry Miller torna a campear por sus respetos en el Trópico de Cáncer.
Esta cauterización clínica también trae sus ventajas. Por ejemplo, que no haya momias museables, pues todos estos magníficos moribundos lucen horrendos incluso décadas antes de sus certificados de defunción. Parecen personajes de Poe. El castrismo como catatonia. Con la piel hecha polvo, tumores apenas disimulados, bocas sin dientes, esfínteres infalibles en sus goteras de orines o heces fecales.
Y semejante fealdad solo se salva a golpes de incinerador, verdadera metáfora de la tardía transición cubana. En lugar de mausoleos, tendremos polvo esparcido sobre la Isla o el exilio, o sobre ambos. Los supersticiosos podrán ver esto como un amarre. Pero la concreta es que los mortales cubanos podremos contar de cero con otra Cuba, que con suerte ha de ser menos Cuba que la Cuba a la cañona de esos cubanos inmortales que ya se mueren.
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