viernes, 28 de octubre de 2016

La Habana no cree en lágrimas Verónica Vega | La Habana | 28 de Octubre de 2016 - 09:11 CEST. | 1 Archivado enLa Habana La Habana Vieja Sociedad Turismo Un mural en La Habana Vieja. (LOC.GOV) La velocidad de una ciudad como La Habana Vieja no depende de un metro o autobuses puntuales, de la homogeneidad ni el orden. Está sujeta a la gestión individual y esto últimamente le confiere un aspecto cada vez más de circo. La desesperación asoma por igual en los pregones generalmente arrítmicos de los vendedores, en la impaciencia de los artesanos que despliegan una excesiva cortesía con cualquier observador; en músicos ambulantes, falsos personajes de época, jineteras y "luchadores" de todo tipo. Así como en la miradas ávidas dirigidas a las jóvenes primermundistas con atuendos ligeros o ceñidos, y en los amaestradores de animales que fuerzan al estatismo a tristes perros con sombreros y espejuelos. Una anciana negra, vestida a la usanza de las esclavas del siglo XIX, posa con su gata siamesa embutida en un traje de muñeca. Le roba largas horas a la autonomía y la natural actividad del felino, tal vez por medio de somníferos. Una vez intenté un gesto de afecto hacia el animalito y la mirada fulminante de su dueña me aclaró que el intento tenía un precio. En Cuba no hay inspectores que velen por los derechos de los animales. Ni siquiera hay una ley que respalde una acusación de abuso. Por eso los niños acosan libremente a las palomas, a veces llegan a acorralar alguna y atraparla, quién sabe si para venderla o convertirla en sustancia de un caldo. Un hombre de aspecto humilde exhibe a un ratón que se aferra, en su sempiterno nerviosismo, al lomo de una perra. Los caballos esperan penosamente, incluso bajo implacables círculos de sol, por algún turista interesado en recorrer el maquillado casco histórico, a un ritmo desfasado de época.    Un veterinario de la localidad me aseguró hace dos años que existía el proyecto de instalar bebederos y techos para los caballos en las zonas de parqueo de coches. Todavía no se han materializado. Un hombre comentó hace unos meses ante mí que había visto a un caballo caer, reventado, en plena vía.   Toda la atención y los esfuerzos van dirigidos a los extranjeros que recorren calles y plazas. Solo las estatuas vivientes son más discretas en su demanda de supervivencia. Se camuflan paciente e ingeniosamente a la arquitectura, despiertan de cuando en cuando haciendo reaccionar a los transeúntes con sonrisas, una moneda o algún ocasional billete. Las estatuas reales, como la del Caballero de París, junto a la Basílica de San Francisco de Asís, o la de Chopin, o la del misterioso señor que parece mirar el mar desde la Alameda de Paula sin una tarja que indique su identidad, sufren inmutables el manoseo o hasta el choteo de los paseantes. Como en la vieja película soviética, esta ciudad no cree en las lágrimas de nativos ni migrantes del interior del país. Ni siquiera en las de los discapacitados que exhiben sus mutilaciones a cambio de alguna limosna, a riesgo de ser desalojados por la policía. Es una Habana inhóspita para el cubano de a pie, donde ni disponiendo de 50 centavos CUC encuentras un refresco frío. Los establecimientos estatales los venden a los cuentapropistas que los incluyen en el menú de cafeterías con cinco o 10 diez pesos más por encima del precio original. Una Habana que convierte los derrumbes en parques, que remodela vertiginosamente los establecimientos de venta en moneda nacional en sugestivos cafés para pagar en divisa. Una Habana indiferente a la desesperación de los cubanos, en cuyas acicaladas calles incluso los habaneros, nos paseamos como verdaderos extraños.

La Habana no cree en lágrimas


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Un mural en La Habana Vieja. (LOC.GOV)
La velocidad de una ciudad como La Habana Vieja no depende de un metro o autobuses puntuales, de la homogeneidad ni el orden. Está sujeta a la gestión individual y esto últimamente le confiere un aspecto cada vez más de circo.

La desesperación asoma por igual en los pregones generalmente arrítmicos de los vendedores, en la impaciencia de los artesanos que despliegan una excesiva cortesía con cualquier observador; en músicos ambulantes, falsos personajes de época, jineteras y "luchadores" de todo tipo. Así como en la miradas ávidas dirigidas a las jóvenes primermundistas con atuendos ligeros o ceñidos, y en los amaestradores de animales que fuerzan al estatismo a tristes perros con sombreros y espejuelos.
Una anciana negra, vestida a la usanza de las esclavas del siglo XIX, posa con su gata siamesa embutida en un traje de muñeca. Le roba largas horas a la autonomía y la natural actividad del felino, tal vez por medio de somníferos. Una vez intenté un gesto de afecto hacia el animalito y la mirada fulminante de su dueña me aclaró que el intento tenía un precio.
En Cuba no hay inspectores que velen por los derechos de los animales. Ni siquiera hay una ley que respalde una acusación de abuso. Por eso los niños acosan libremente a las palomas, a veces llegan a acorralar alguna y atraparla, quién sabe si para venderla o convertirla en sustancia de un caldo.
Un hombre de aspecto humilde exhibe a un ratón que se aferra, en su sempiterno nerviosismo, al lomo de una perra. Los caballos esperan penosamente, incluso bajo implacables círculos de sol, por algún turista interesado en recorrer el maquillado casco histórico, a un ritmo desfasado de época. 
Un veterinario de la localidad me aseguró hace dos años que existía el proyecto de instalar bebederos y techos para los caballos en las zonas de parqueo de coches. Todavía no se han materializado. Un hombre comentó hace unos meses ante mí que había visto a un caballo caer, reventado, en plena vía.
Toda la atención y los esfuerzos van dirigidos a los extranjeros que recorren calles y plazas.
Solo las estatuas vivientes son más discretas en su demanda de supervivencia. Se camuflan paciente e ingeniosamente a la arquitectura, despiertan de cuando en cuando haciendo reaccionar a los transeúntes con sonrisas, una moneda o algún ocasional billete.
Las estatuas reales, como la del Caballero de París, junto a la Basílica de San Francisco de Asís, o la de Chopin, o la del misterioso señor que parece mirar el mar desde la Alameda de Paula sin una tarja que indique su identidad, sufren inmutables el manoseo o hasta el choteo de los paseantes.
Como en la vieja película soviética, esta ciudad no cree en las lágrimas de nativos ni migrantes del interior del país. Ni siquiera en las de los discapacitados que exhiben sus mutilaciones a cambio de alguna limosna, a riesgo de ser desalojados por la policía.
Es una Habana inhóspita para el cubano de a pie, donde ni disponiendo de 50 centavos CUC encuentras un refresco frío. Los establecimientos estatales los venden a los cuentapropistas que los incluyen en el menú de cafeterías con cinco o 10 diez pesos más por encima del precio original.
Una Habana que convierte los derrumbes en parques, que remodela vertiginosamente los establecimientos de venta en moneda nacional en sugestivos cafés para pagar en divisa. Una Habana indiferente a la desesperación de los cubanos, en cuyas acicaladas calles incluso los habaneros, nos paseamos como verdaderos extraños.

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