Castrismo 'hüzün'
A los cubanos, la tardía muerte de Fidel Castro de pronto nos parece demasiado temprana. Algunos opositores de la Isla han manifestado en público su pena, como ante la pérdida de cualquier ser humano. Otros han declarado que hubiesen preferido a un Fidel Castro vivo de cara a la transición democrática que seguimos soñando para nuestro país. Y muchos, por supuesto, han gritado en las calles del exilio la versión criolla del "¡Viva la muerte!" fascista de la dictadura de Franco.
En privado (es decir, por vía telefónica y digital), he recibido testimonios conmovedores que hablan con dolor de "medio siglo perdido" y "cinco décadas de horror". Cuba como una caricatura orwelliana. Siempre me opuse a ese tótem y acaso también tabú: ¿y mi alegría cubana a donde habrá ido a parar entonces (en el exilio nunca sonrío)? ¿Y el primer amor, que fue todos, incluido el primer beso, que no ha sido ninguno? ¿Y mis padres felices inventándome una infancia feliz? ¿Y los amigos de Cuba, los del corazón que nunca claudica, aunque se hayan ido de Cuba antes o quedado en Cuba después que yo? ¿Y los libros y las películas prohibidas, que ya nadie prohibirá? ¿Y nuestro escepticismo lúcido? ¿Y nuestro coraje sagrado de unos cuantos, ante las taras a ratos tétricas y a ratos tontas de nuestro totalitarismo tropical? ¿Y nuestra libertad envidiable en medio de los peores momentos de ese campo de concentración a cielo abierto que es Cuba, que es La Habana? ¿Y La Habana, compañeras y compañeros: ese festín vigilado, esa patria apátrida, cosmopolita y tan provinciana, esa arqueología en ruinas de un capitalismo imposible, ese laberinto de luz locuaz, esa fuga en cada esquina, ese amor en cada silencio, esa memoria que no muere ni con la muerte de nuestra querida y decrépita capital?
Nadie intente diagnosticarme ahora de castrostalgia. Mucho menos de tildarme como un vocero de una especie de castrismo hüzün, para usar el término con que el Premio Nobel turco Orhan Pamuk se refiere al esplendor venido a tedio de su nativa Estambul: antes imperial y ahora pura imitación, antes poder y ahora apenas parodia. No se trata de extrañar, sino de extrañarse (hacerse extraño para ser uno mismo).
Un alma libre jamás reduce lo plural de toda realidad a la dimensión chata de la política. Un espíritu libre, incluso preso, jamás somete su individualidad ilegible a la retórica comunitaria de los políticos. Como bien lo explica Milan Kundera en Los Testamentos traicionados, eso es reproducir los códigos de la opresión. Eso es ser cómplices de la mediocridad ciudadana de la que los cubanos, en tanto individuos, somos irremediablemente culpables.
La Revolución cubana (no la dictadura cubana, porque a esa muy pocos en Cuba se atrevieron a nombrarla así) no nos hizo perder nuestras vidas. Si esa es la sensación ahora, entonces sí que estamos perdidos a perpetuidad. Un poco a la manera del poeta griego Cavafis, la vida que habíamos perdido en Cuba, ya antes la habíamos perdido en todo el planeta. Si somos una generación extraviada es porque somos una generación, y porque todavía hoy (muerto inútilmente el tirano) no nos hemos sabido encontrar en tanto generación. Y porque probablemente no lo deseamos. Y ese deseo al borde del delirio se llama emancipación.
Y podríamos ir entonces un poco más allá: ¿y de las ventajas del castrismo, qué?
Porque hay un legado positivo, por supuesto, que no pasa ni por asomo por la pedagogía patética de la propaganda castrista. Sino que es el legado de los cubanos libres antes y después de Fidel Castro, antes y después de Cuba como nación.
Sin pensarlo dos veces, se me ocurren varias líneas limítrofes, que son regalos colaterales del castrismo de los que hace rato me contemplo orgulloso, y que me hacen sentir mucho más humano que los extranjeros que he conocido a todo nivel, desde cobradores del tren AMTRAK hasta europarlamentarios:
1) La condición diaspórica, balcanizada. La nación como un tesoro imaginario inimaginable. Un país sin país, pero pletórico de paisanos de punta a punta del planeta, desde Tokio hasta Reikiavik. Todos en permanente desplazamiento (con rebotes ridículos en Cuba, no importa, pero moviéndonos como moléculas más o menos al azar, al azoro). La virtud de ser vecinos virtuales, sin necesidad de delatarnos. Sin necesidad incluso de ser tolerantes.
2) El fin del monolingüismo. Los hijos de mis amigos regados por ahí, a los cinco años por lo general ya hablan cuatro o cinco idiomas, y tienen dos o tres pasaportes. Para colmo, pronuncian el español (y hasta los localismos cubanos) con un entusiasmo entrañable que en la Isla es abulia y brutalidad. El fin del monolingüismo es, también, el principio del fin del mongolismo de Estado.
3) La desmovilización ciudadana. El socialismo es el único sistema social que no genera pensamiento ni comportamiento socialista. El cubano libre (los millones de cubanos libres) en su fuero interior no están dispuestos a sumarse a ninguna otra causa social. Son la reserva conservadora mayor del mundo, la derecha decente. Se resisten a cualquier líder o desfile o ambos. Y están encantados de semejante desencanto. Ni en mil años ningún otro cubano nos podría volver a engatusar.
Me temo que la temprana muerte de Fidel Castro nos ha llegado, en efecto, muy tarde. Los cubanos debimos de haberlo sabido morir en nosotros hace ya demasiado. Desde antes incluso del propio Fidel Castro.
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