La pirámide de los derechos humanos
Todo comenzó cuando quienes podían pensar, que casi siempre son los que no trabajan físicamente duro, echaron un vistazo al Renacimiento —que antes había mirado al Humanismo y a la sabiduría grecolatina— y dijeron que había llegado la hora de la razón. Le llamaron Ilustración porque por primera vez en la historia era la conciencia del existir, la luz de la razón sobre la religión, la raza, el lugar de nacimiento o la riqueza lo que daba al hombre su condición de ser libre. Los hombres de la Ilustración se reunieron en torno a la Enciclopedia, que quiere decir educación redonda o circular; su objetivo: educar para la libertad de pensamiento.
Al colocar la razón, la conciencia humana por encima del "dicto" de otro o de otros, abrieron un enorme boquete a la ignorancia y a la pretensión de perpetuidad en el poder. Ni la Iglesia, ni las monarquías, ni ninguna otra forma de ascendencia sobre los hombres podían superar la conciencia individual. Porque la tendencia a ser libres es solo una condición privativa de la persona humana, no dada por la Creación o la Evolución a ningún otro ser viviente sobre la Tierra.
El llamado Siglo de las Luces, que cabalga entre el XVII y el XVIII, fue uno de esos momentos históricos donde confluyeron mentes privilegiadas. Los genios de la filosofía, las ciencias, la política, la jurisprudencia y la economía nos dieron una visión antropológica diferente a miles de años de historia. Se podrá argüir que eran la representación intelectual de la naciente burguesía, liberal, anticlerical e iconoclasta. Paradójicamente, desde entonces no ha existido un movimiento liberador que nos les deba inspiración.
De tal modo, la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano, que es uno de los antecedentes históricos de la Declaración de Derechos Humanos, parte del principio de que la naturaleza humana, el ser persona, es inseparable de la libertad, el derecho a la propiedad, a la seguridad y su natural resistencia a la opresión. Los animales podrían batallar por su libertad, y hasta inmolarse cuando se sienten inseguros u oprimidos. Pero solo los seres humanos y no los animales pueden tener conciencia de ser libres, propietarios, sentirse seguros y escapar a la opresión por diversas vías.
Porque se es humano primariamente, y porque la conciencia ha alcanzado un alto desarrollo evolutivo, es que el hombre se relaciona con otros y es capaz de organizarse, de prever el futuro, de construir herramientas para mejorar su propia vida y la de los demás. Tal antropología nos lleva a la sencilla conclusión de que animales y seres humanos podemos compartir algunos "derechos" y otros no. No quiere decir que unos derechos sean más importantes que otros; quiere decir que para hablar de derechos primero hay que hablar del hombre como ente individual y social, y aquí es donde no hay politización posible.
Cuando algunas sociedades totalitarias hablan de derechos humanos, y mencionan el derecho a la salud, la educación, la seguridad social, la alimentación y el trabajo, pueden perfectamente estar hablando de animales y no de personas. Un perro o un gato jamás pedirán, según Maslow, "necesidades de ser". Ellos desconocen lo que es decidir que quieren comer, a donde ir, con quien relacionarse. Tampoco pueden los animales ponerse de acuerdo con otros animales para pensar parecido, y hacer un partido político, practicar una religión o ninguna, apropiarse de un pedazo de tierra y hacerla producir. No pueden expresar, porque no hablan, su descontento con los dueños y poner en conocimiento de otros animales esas contrariedades. Podrán ladrar o maullar, pero solo hasta ahí. Para colmo, hay algunos que creen que los animales les sirven, y no son para ser servidos.
Hay muchos seres humanos en el mundo privados de derechos elementales como la educación, la salud y la seguridad social. Privados de un nacimiento seguro y una muerte con decoro. Y eso está mal. Pero invertir la pirámide de las necesidades humanas para que la autorrealización humana esté supeditada a tales derechos, es acercar a los hombres a la condición de bestias, de seres irracionales. Eso es, además, imposible. Por mucho adoctrinamiento, miedo, indefensión aprendida, no se le puede pedir a un hombre que renuncie al libre albedrio, a su derecho más humano, que es su conciencia. En la cárcel más tapiada y en el desierto más vasto, el hombre seguirá soñando con la libertad.
Los derechos humanos no son, además, una cifra. Un porciento: este país es más humano porque cumple tanto por ciento más de derechos. Ese es el ineludible anti-discurso del totalitario: números. Los derechos de las personas se ejercen, se practican; no se cuentan ni se tienen como una meta. Los derechos de las personas se sienten, se disfrutan, se observan en sus risas y en sus sueños y nadie hace chistes con ellos porque no hay calamidad de la que ironizar.
Ciertamente, politizar los derechos de las personas, usarlos como armas, les resta el tinte de humanidad que tienen de manera exclusiva. Imponerlos puede ser aún más peligroso, sobre todo a pueblos que no conocen, siquiera, ni sus derechos ni sus "izquierdos". Demoledoras y premonitorias son las primeras páginas de El siglo de las luces (1962), de Alejo Carpentier. En el barco que lleva a América por primera vez la "Déclaration des droits de l'homme et du citoyen" viaja también La Máquina. Va en la proa, dibujando su silueta en la noche. Debidamente enfundada y engrasada, está lista para empezar cuanto antes su eficiente trabajo.
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