martes, 13 de diciembre de 2016

La corrupción en Cuba y el mundo, ¿cómo combatirla?

La corrupción en Cuba y el mundo, ¿cómo combatirla?


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Tony Castro, uno de los hijos de Fidel Castro, durante unas vacaciones de lujo en Turquía. (INFOBAE)

La corrupción es un fenómeno que existe desde el inicio de las civilizaciones y que se manifiesta en todas las sociedades de una manera u otra y con mayor o menor intensidad. Ha desempeñado un papel funesto en la historia cubana y fue una de las causas fundamentales del descrédito de las instituciones de la Cuba republicana. El régimen gobernante actual, que ha regido los destinos del país por más de cinco décadas, no ha escapado de su práctica. Las formas tradicionales de corrupción evolucionaron como reflejo de las nuevas estructuras económicas que sustituyeron las del mercado, y del poder absoluto detentado por una nueva clase política con total dominio sobre los recursos del Estado.

Hasta se podría decir que nunca en su historia Cuba había sufrido de una corrupción tan generalizada, aunque la corrupción de alto nivel que hoy en día beneficia a la jerarquía —en una sociedad supuestamente fundamentada en principios éticos de equidad— es más solapada y encubierta por un velo de silencio, producto de un férreo control sobre los medios de comunicación.
Ocasionalmente se vislumbran destellos de la presencia de la corrupción por revelaciones de antiguos colaboradores del régimen, quienes ya fuera del país relatan cosas que desde Cuba no se pueden ver. La prensa internacional también de vez en cuando nos regala un cuadro fidedigno de la "dulce vida" que disfrutan los más resaltados líderes y sus allegados. Un ejemplo reciente, descubierto por la prensa turca —con fotografías incluidas—, fue acerca de la gira faraónica emprendida a mediados de 2015 por Antonio Castro, hijo del Máximo Líder, por el mar Egeo.
Por lo demás, la corrupción de poca monta está tan difundida que casi no es necesario hacer mención de ella. Tan es así, que por lo general se acepta como parte del quehacer diario por parte de la mayoría de los funcionarios públicos, los cuales todavía constituyen la inmensa mayoría de la fuerza laboral cubana.
A este tipo de corrupción se le conoce por epítetos como "sociolismo" o "bisneo", una versión tropical de lo que en su momento se le llamaba en la antigua Unión Soviética blat, o el intercambio bajo la mesa de favores presuntamente ilegales. Una modalidad parecida en países con economías de mercado es la corrupción administrativa de menor cuantía que frecuentemente afecta a los ciudadanos, por ejemplo, cuando llevan a cabo un trámite gubernamental. En Cuba, como en otros países, la corrupción también puede servir a otros fines, como lo es achacarle a alguna persona "en desgracia" la culpa por las dificultades económicas, o deshacerse de situaciones políticas comprometedoras, como algunos alegan que ocurrió con el muy resonado juicio del general Arnaldo Ochoa.
En las últimas décadas un sinnúmero de acontecimientos coadyuvó para generalizar por el mundo entero la lucha contra la corrupción. Entre los más destacados se cuentan la globalización y el imperativo de minimizar la competencia económica desleal, el efecto de demostración causado por el bienestar generalizado asociado con la gobernabilidad democrática y el apego al imperio de la ley en los países desarrollados, y en más y más naciones, el surgimiento de una sociedad civil cada día más empoderada y capacitada para reclamar reformas políticas e institucionales. El eslabón final fue el término de la Guerra Fría, lo que dio lugar al espectáculo de una antigua nomenklatura comunista aprovechándose del caos político y de su acceso a los recursos del Estado para enriquecerse ilegítimamente.
Como consecuencia, muchos estudiosos y expertos en administración pública han desarrollado un gran número de políticas e iniciativas para combatir la corrupción creando sistemas de integridad. El consenso general es que varios mecanismos entrelazados y que se fortalecen mutuamente son esenciales para el funcionamiento de tal sistema. En un Estado democrático, el más fundamental es la separación de poderes (ejecutivo, legislativo y judicial), que sirve para poner freno a potenciales abusos por parte de los mandatarios. Este balance debe ser complementado por un aparato institucional que incluya entes fiscalizadores independientes, una prensa con plena libertad para investigar e informar a la ciudadanía, y una ciudadanía que tenga conciencia y capacidad de exigir de sus líderes políticos y funcionarios transparencia y rendición de cuentas sobre cómo ejecutan el gasto público.
Tal sistema también requiere de una infraestructura legal que vele por el cumplimiento de un Estado de derecho no sujeto a la manipulación política, bajo el cual se castiguen los actos corruptos y en el que nadie —sin distinción de rango o influencia— sea impune. Por último, es fundamental la competencia política para prevenir el abuso asociado con la concentración del poder, así como reglas económicas que favorezcan la libre competencia, para evitar arreglos amañados, impedir que servidores públicos corruptos se enriquezcan, y prevenir que una tramitología complicada dé lugar a solicitudes de sobornos a la ciudadanía.
Estas condiciones no se dan, por definición, en un Estado totalitario donde un partido único disfruta de poder político absoluto, la crítica independiente es castigada, la ley no vale el papel donde está escrita, y las grandes decisiones son tomadas con completa opacidad y no pueden ser cuestionadas.
La caída del Muro de Berlín y la subsecuente desintegración del bloque soviético sustanció plenamente lo que ya se sabía: que la corrupción era una parte intrínseca del sistema socialista y que solamente se podía solucionar re-creando el marco económico y político. Esto no quiere decir que la corrupción no sea un mal que aqueja a naciones con otros sistemas políticos. Pero también se sabe que entre los mecanismos más efectivos para lidiar con la corrupción están la transparencia, los contrapesos políticos e institucionales, y la vigilancia ciudadana. Más recientemente también se han desarrollado una serie de herramientas técnicas muy útiles, aunque no infalibles, para detectar y prevenir la corrupción, como son los sistemas contables automatizados y tratados internacionales que codifican el modo de confrontarla. Pero el arma más poderosa en su contra es una ciudadanía educada, preocupada por que se respete el bien común, y dispuesta a exigir que sus mandatarios y funcionarios públicos desempeñen sus funciones con integridad.        
Los lineamientos generales de un sistema de integridad y cómo sus distintas partes se complementan, por lo general varían de país a país, dependiendo del sistema de gobierno, tradición legal y otros factores, pero independientemente de estas diferencias está la necesidad de que todos sus elementos se complementen.
Su arquitectura debe ser tal que, en conjunto, el todo sea mucho más poderoso que la suma de sus componentes individuales. Dada su naturaleza, el sistema debe contar con la capacidad de prevenir, detectar y castigar la corrupción, y siempre estar vigilante.  Los actos corruptos, por lo general, aunque no siempre, se hacen a espaldas de la luz pública y se tratan de ocultar. Además, explotan debilidades sistémicas y siempre están a la busca de nuevas oportunidades. Esto requiere el estar permanentemente alerta, constantemente refinando instrumentos de prevención y detección. No en balde se dice que los mejores antídotos contra la corrupción son la luz pública y la vigilancia ciudadana.

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